En Río de Janeiro, el 28 de octubre de 2025, tuvo lugar una de las operaciones policiales más letales de la historia reciente de Brasil. El operativo, desplegado en los complejos de favelas de Alemão y Penha, fue dirigido contra la organización criminal Comando Vermelho (CV), una de las facciones más antiguas y poderosas del país. La intervención dejó, según las cifras oficiales, al menos sesenta y cuatro muertos —entre ellos cuatro agentes de seguridad— y más de ochenta detenidos, además de incautaciones de armas de guerra, fusiles automáticos y grandes cantidades de drogas. Los enfrentamientos, descritos por los medios como una auténtica “escena de guerra urbana”, incluyeron barricadas, incendios de vehículos y el uso de drones que, según fuentes policiales, lanzaban explosivos sobre las fuerzas del orden. El gobernador del estado, Cláudio Castro, calificó la operación como una ofensiva contra el “narcoterrorismo”, defendiendo la necesidad de recuperar territorios dominados por el crimen organizado.
Más allá de la dimensión policial y política, el suceso plantea un complejo entramado de análisis desde la criminología. Río de Janeiro es una de las metrópolis más estudiadas por las ciencias sociales por su peculiar combinación de violencia urbana, desigualdad estructural y presencia histórica de redes criminales organizadas. Las favelas donde se desarrolló la operación son territorios emblemáticos de esta realidad. Desde los años ochenta, el Comando Vermelho y otras facciones —como el Terceiro Comando Puro o los milicianos parapoliciales— han ejercido un control efectivo sobre amplias zonas de la ciudad. Este control no se limita a la actividad delictiva: implica también una forma de gobernanza informal, una administración paralela de servicios y un sistema de justicia propio. Como han señalado estudios de la Universidad Federal de Río de Janeiro, estos grupos actúan como “microestados” dentro del Estado, ofreciendo protección, empleo o asistencia, al tiempo que imponen una estructura de poder coercitiva.
El despliegue policial del 28 de octubre no puede entenderse fuera de ese contexto de territorialización del crimen. Las favelas constituyen espacios donde el Estado ha estado ausente en términos de políticas públicas, educación, sanidad o empleo, pero presente de manera intermitente y violenta mediante incursiones policiales. La criminología crítica ha conceptualizado este fenómeno como una “presencia punitiva y ausencia social”, una forma de control que refuerza la marginalidad y legitima la violencia institucional. Cuando el Estado llega únicamente a través de las armas, las relaciones con las comunidades se deterioran y se consolida una narrativa de enemigo interno: los habitantes de las favelas se convierten, simbólicamente, en sospechosos permanentes.
La magnitud de la operación —más de 2.500 agentes movilizados— remite a un modelo de seguridad pública que privilegia la confrontación militar antes que la inteligencia o la prevención. Se trata de una estrategia recurrente en el Brasil contemporáneo, donde el discurso de la “guerra contra las drogas” ha justificado, durante décadas, intervenciones de alta letalidad en zonas empobrecidas. Sin embargo, los estudios empíricos muestran que estas operaciones rara vez logran reducir de forma sostenida los índices de criminalidad. Investigaciones del Instituto Igarapé y de la Universidad de São Paulo han demostrado que los descensos temporales en homicidios o tráfico tras una gran redada son seguidos, a corto plazo, por desplazamientos de la actividad criminal a otras áreas o por reorganizaciones internas de las facciones. La represión intensa desarticula momentáneamente las redes visibles, pero no altera las estructuras socioeconómicas que las alimentan.
La criminología urbana aporta herramientas clave para comprender el fenómeno. Las favelas son espacios de alta densidad, donde la economía informal, el abandono institucional y la violencia se entrecruzan. Los grupos criminales se insertan en esta trama como actores que llenan vacíos: financian fiestas locales, proporcionan pequeños préstamos o imponen orden frente a conflictos vecinales. Este tipo de control social informal se consolida porque el Estado, cuando aparece, lo hace desde la lógica del enfrentamiento. En este sentido, las operaciones policiales de gran escala no sólo atacan estructuras delictivas, sino que refuerzan la desconfianza entre las comunidades y las instituciones públicas, dificultando cualquier estrategia de cooperación ciudadana.
El operativo de octubre refleja también una tendencia creciente en la militarización del control urbano. El uso de helicópteros artillados, vehículos blindados y armamento pesado convierte los barrios en escenarios de guerra, donde la frontera entre criminales y civiles se vuelve difusa. Organizaciones de derechos humanos, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, han reclamado investigaciones independientes ante la posibilidad de ejecuciones extrajudiciales o uso desproporcionado de la fuerza. Las denuncias de familiares de víctimas y de líderes comunitarios señalan que algunos de los fallecidos no estaban armados o ni siquiera participaban en actividades criminales. En este punto, la criminología de la víctima ofrece una lectura imprescindible: el impacto de estas intervenciones va mucho más allá de los muertos y detenidos. Las comunidades quedan traumatizadas, la vida cotidiana se paraliza, las escuelas cierran y los niños aprenden, desde edades tempranas, a asociar la autoridad con el miedo.
Desde una perspectiva teórica, puede interpretarse este suceso a través del concepto de “violencia institucionalizada” de Johan Galtung, entendido como aquella forma de violencia que se ejerce de manera estructural y que reproduce desigualdades sistémicas. Las muertes en las favelas no son sólo el resultado de enfrentamientos puntuales, sino la expresión de un orden social que jerarquiza vidas según su origen, color de piel o clase social. La criminología latinoamericana ha insistido en que el control penal en la región no se distribuye de forma equitativa, sino que se concentra sobre las poblaciones pobres, negras y periféricas. En ese sentido, la operación de Río puede leerse como un síntoma de la profunda fractura entre el Brasil formal y el Brasil de las favelas.
La pregunta de fondo es si este tipo de respuestas son efectivas. A corto plazo, el Estado proyecta una imagen de autoridad, recupera armas y debilita temporalmente a un grupo armado. Pero a largo plazo, el vacío que dejan los cuerpos abatidos suele ser ocupado por nuevas generaciones que encuentran en el crimen una salida económica o una forma de identidad. La criminología del desarrollo ha mostrado que la violencia sostenida se alimenta de factores estructurales: desempleo, desigualdad, exclusión educativa y ausencia de oportunidades. Sin políticas públicas que atiendan estas dimensiones, cada operación se convierte en un episodio más de una guerra sin fin.
Resulta significativo que esta intervención haya ocurrido pocos días antes de la cumbre climática COP30, celebrada en el propio Brasil. Algunos analistas interpretan la operación como un gesto político destinado a demostrar capacidad de control y seguridad ante la comunidad internacional. No sería la primera vez: los grandes eventos en Brasil, desde el Mundial de 2014 hasta los Juegos Olímpicos de 2016, han estado precedidos por intervenciones de “limpieza” en favelas, operaciones que buscan reducir la visibilidad del crimen a costa de intensificar la violencia. La criminología política advierte sobre el uso instrumental del discurso de la seguridad: bajo la retórica de la lucha contra el narcotráfico, se consolidan formas autoritarias de poder que amplían el margen de actuación de las fuerzas policiales sin rendición de cuentas efectiva.
El caso de Río de Janeiro pone en evidencia un dilema estructural: cómo equilibrar la necesidad de combatir organizaciones criminales fuertemente armadas con la obligación de proteger los derechos de los ciudadanos y preservar la legitimidad institucional. Las políticas de seguridad pública que se basan exclusivamente en la represión generan un ciclo de violencia que se retroalimenta. La investigación criminológica y la experiencia comparada en América Latina apuntan hacia la urgencia de modelos integrales que combinen intervención policial con estrategias de desarrollo social, educación, mediación comunitaria y justicia restaurativa. El control del crimen organizado no puede sostenerse sólo con la eliminación física del enemigo; requiere reconstruir la relación entre el Estado y los territorios que ha abandonado.
La intervención de octubre de 2025 será recordada como un punto de inflexión. Por su magnitud y su impacto simbólico, se convierte en un espejo de las tensiones que atraviesan la política criminal contemporánea: seguridad frente a derechos, eficacia frente a humanidad, orden frente a justicia social. Desde la criminología, el análisis de este suceso no debe limitarse a contabilizar víctimas o medir resultados operativos, sino a interrogar el modelo de sociedad que lo hace posible. Cuando la violencia se convierte en el lenguaje dominante entre el Estado y los márgenes urbanos, el problema no es sólo del crimen organizado, sino de una estructura social que produce exclusión y responde con fuego.
Fuente de la imagen: El País
