La mañana del 21 de agosto de 1910, el pastor José María Grimaldos —“El Cepa”— desapareció entre Tresjuncos y Osa de la Vega (Cuenca). A falta de pruebas materiales y de un cadáver, la sospecha fue ocupando el lugar del indicio: la familia y el vecindario señalaron a dos compañeros, Gregorio Valero y León Sánchez. La instrucción, reabierta con la llegada de un nuevo juez, se apoyó en confesiones obtenidas bajo violencia y en rumores convertidos en “hechos”. Ocho años más tarde, en 1918, un jurado popular condenó a los dos acusados por un homicidio que nadie había demostrado que existiera. Cumplieron más de una década de prisión.
El giro llegó en 1926, cuando un párroco solicitó la partida de bautismo de Grimaldos para poder casarlo en la localidad donde residía. El supuesto “asesinado” reapareció vivo, y el país asistió atónito a la constatación de un error judicial de manual. El Tribunal Supremo anuló la sentencia y rehabilitó a los condenados. Lo que esa revisión dejó al descubierto no fue solo un caso singular, sino un patrón de época: el poder corrosivo de la confesión arrancada bajo tortura, la ausencia de control sobre la policía judicial, el peso del caciquismo en la instrucción y la posibilidad —todavía vigente en cualquier sistema— de que un relato verosímil suplante a la evidencia.
Visto desde la criminología, el “Crimen de Cuenca” es un recordatorio de que la investigación penal requiere disciplinas y garantías que no estaban entonces consolidadas. Sin escena del crimen ni cadena de custodia, sin pericias independientes ni corroboración externa de la “confesión”, el proceso quedó al albur de una narrativa única, cerrada sobre sí misma. La presión social y mediática hizo el resto, con el rumor convertido en motor de verdad. La posterior reparación —indultos, revisión y reconocimiento de la inocencia— no borró el daño: años de cárcel, estigma comunitario y desarraigo. Tampoco evitó que muchos responsables quedaran impunes, algo que subraya la necesidad de mecanismos eficaces de rendición de cuentas cuando se vulneran derechos fundamentales.
La historia, además, dejó huella cultural. Décadas después, el cine llevó el caso a la pantalla y reabrió el debate sobre tortura, pruebas ilícitas y garantías procesales. Pero lo importante —y por eso este caso merece hemeroteca— es que sus lecciones siguen vigentes: sin evidencia física ni verificación independiente, la justicia se vuelve vulnerable a la sugestión, a la emoción colectiva y a los atajos del poder. Recordarlo no es un ejercicio de nostalgia jurídica; es una vacuna para el presente.
Fuente de la imagen: La Vanguardia, 17 de marzo de 1926