Me ha parecido interesante, usar como excusa para hablar de un tipo de delito, que el 10 de abril de 2025, El País publica una noticia que pone de nuevo en el foco mediático uno de los delitos más antiguos, adaptables y silenciosos: la estafa. El titular no deja lugar a dudas sobre la gravedad del caso: «Un juez emite una orden para capturar al autor de una estafa millonaria de mascarillas al Ayuntamiento de Madrid». Según la información, el empresario investigado desapareció tras recibir 2,5 millones de euros del consistorio a cambio de un cargamento de mascarillas que nunca llegó. Cinco años después, el dinero tampoco ha aparecido.
Este episodio no solo refleja la sofisticación que puede alcanzar una estafa moderna, sino que ilustra cómo el crimen económico puede encontrar su momento perfecto en contextos de crisis, urgencia y vulnerabilidad institucional. En este caso, el estado de alarma por la pandemia de COVID-19 fue el caldo de cultivo ideal para consumar el fraude. Pero, ¿Qué caracteriza a este delito desde una perspectiva criminológica?
El Código Penal español, en su artículo 248, define la estafa como un acto en el que alguien, con ánimo de lucro, engaña a otro con el propósito de obtener un beneficio patrimonial ilícito. Este delito se castiga con penas que van desde los seis meses hasta los seis años de prisión, dependiendo de la cuantía defraudada y otros agravantes (art. 250 CP).
La estafa se diferencia de otros delitos patrimoniales, como el hurto o el robo, en que no requiere fuerza o violencia, sino manipulación y engaño. La víctima entrega voluntariamente su dinero o bienes, inducida por una falsedad. Por eso, se la considera un delito contra el patrimonio, pero también contra la confianza.
Las estafas han evolucionado paralelamente a la tecnología y a los cambios sociales. Desde las clásicas artimañas callejeras hasta las sofisticadas operaciones online, el estafador contemporáneo actúa con conocimiento de los sistemas financieros, legales y digitales. Entre los tipos más comunes hoy se encuentran:
- Estafa documental: uso de documentación falsa o manipulada para obtener beneficios económicos.
- Estafa informática o phishing: suplantación de identidad digital para acceder a datos bancarios.
- Estafas piramidales o de inversión: como el conocido esquema Ponzi.
- Estafas institucionales: como la que afecta al Ayuntamiento de Madrid, donde el engaño se dirige a organismos públicos.
El caso de las mascarillas podría enmarcarse como una estafa agravada, dado el alto importe y la afectación a una administración pública. La instrumentalización del contexto pandémico añade un componente ético y social especialmente grave.
A diferencia del delincuente común, el estafador suele tener un perfil menos marginal. Numerosos estudios muestran que, en muchos casos, el autor de estos delitos posee un nivel educativo medio o alto, conocimientos técnicos o empresariales, y habilidades comunicativas sobresalientes. Sabe aprovechar las fisuras del sistema y, sobre todo, sabe detectar vulnerabilidades humanas: urgencia, miedo, deseo de obtener beneficios rápidos o simplemente confianza.
En el caso que nos ocupa, el empresario actuó como proveedor legítimo en un momento de emergencia, ofreciendo un bien crítico: mascarillas. Aprovechó la falta de controles, el colapso institucional y la necesidad de respuestas inmediatas para consumar la estafa.
Una de las particularidades más destacadas de este caso es la condición de la víctima: el Ayuntamiento de Madrid. Cuando el engaño se dirige a instituciones públicas, no solo se vulnera el patrimonio de una entidad, sino que se perjudica a la ciudadanía en su conjunto, al desviarse fondos públicos destinados a proteger la salud.
Además, este tipo de delitos suelen tener una mayor dificultad investigativa. La cadena de decisiones, la falta de supervisión y la complejidad administrativa pueden generar espacios de impunidad o diluir responsabilidades. La fuga del sospechoso y la tardanza en emitir la orden de búsqueda internacional muestran esas grietas.
Las estafas rara vez ocupan portadas de crónica negra. No hay sangre, no hay armas, no hay cadáveres. Pero las consecuencias pueden ser devastadoras. Detrás de una gran estafa puede haber empresas que quiebran, familias que pierden sus ahorros, servicios que no se prestan o bienes esenciales que no llegan a tiempo, como sucedió durante la pandemia.
Desde el punto de vista criminológico, estos delitos exigen un análisis complejo: ¿Qué condiciones sociales, económicas y legales los favorecen? ¿Cómo operan los estafadores dentro de marcos aparentemente legales? ¿Qué responsabilidad tienen quienes, por acción u omisión, facilitan su éxito?
Los delitos económicos plantean un desafío particular para la prevención. No basta con la presencia policial o el aumento de penas. Se requiere mayor transparencia institucional, protocolos de control de proveedores, verificación documental, auditorías internas y una cultura de diligencia. Además, la formación del personal público en materia de fraude puede ser clave para detectar alertas tempranas.
Asimismo, la cooperación internacional resulta imprescindible, especialmente cuando los autores cruzan fronteras, como ha ocurrido en este caso. La globalización no solo facilita los negocios: también permite que los criminales huyan y escondan el dinero en paraísos fiscales o mediante redes complejas de empresas pantalla.
Imagen generada por inteligencia artificial.