Ayer, 3 de diciembre, Día Internacional de las Personas con Discapacidad, mientras instituciones y medios dedicaban la jornada a promover la inclusión, en Mijas se hacía evidente una realidad que suele pasar desapercibida: la vulnerabilidad criminológica de quienes dependen de dispositivos de apoyo para mantener su autonomía. Ese mismo día conocíamos la historia de Robert Kedziora, lesionado medular, que lleva varios días sin poder salir de su casa porque un joven le sustrajo en segundos su bicicleta de mano motorizada, valorada en 4.000 euros, del portal de su edificio. Las cámaras de seguridad captaron al autor oculto bajo una gorra, llevándose no solo el vehículo adaptado, sino también una almohada especializada y la pieza del motor, el componente más caro de un equipo prácticamente nuevo. Un gesto aparentemente simple que, sin embargo, ha dejado a Robert aislado en su propio domicilio, privado de la movilidad que da sentido a su vida diaria.
La hermana de Robert relataba en televisión que «no es un capricho lo que se han llevado, son sus alas». Esta frase resume mejor que cualquier análisis jurídico la verdadera dimensión del daño causado. Aunque técnicamente, como recordó el abogado Luis Romero, se trata de un delito de hurto al no mediar fuerza ni violencia, la realidad es que la clasificación penal no alcanza a reflejar el impacto profundo que delitos como este tienen en personas con discapacidad. No hablamos sólo de la pérdida de un bien material, sino de una interrupción forzada de la autonomía, de un confinamiento involuntario que afecta a la salud física, al bienestar emocional y al derecho básico a la participación social. El hurto, en este contexto, se convierte en un atentado directo a la dignidad personal.
Este caso nos recuerda que las personas con discapacidad sufren tasas de victimización más elevadas que la población general, aunque sus experiencias raramente se visibilizan. La criminología lleva tiempo señalando esta desigualdad, pero la sociedad y las instituciones continúan tratándola como un punto ciego. La invisibilidad se manifiesta de muchas maneras: en la ausencia de datos oficiales suficientes, en la escasez de investigaciones específicas, en la falta de políticas de prevención adaptadas y, sobre todo, en la percepción social de que se trata de delitos “menores”. Para quienes dependen de una silla de ruedas, un caminador o un vehículo adaptado, la sustracción de estos recursos no es menor: es devastadora. A menudo, además, estos delitos forman parte de mercados informales donde dispositivos esenciales se venden por precios irrisorios, y donde el comprador incurre en un delito de receptación, aunque el daño ya esté hecho para la víctima original.
Que este episodio haya salido a la luz precisamente el 3 de diciembre añade una carga simbólica difícil de ignorar. En el día dedicado a reivindicar derechos, accesibilidad e igualdad, nos encontramos con un recordatorio de que todavía no hemos conseguido garantizar algo tan básico como la seguridad cotidiana de las personas con discapacidad. Mientras hablamos de inclusión, un hombre permanece encerrado en su casa porque alguien decidió lucrarse con aquello que le permitía vivir con independencia. Este contraste revela que el reconocimiento de derechos no sirve de mucho si no va acompañado de políticas reales de protección y de una conciencia social que comprenda la trascendencia de estos delitos.
El hurto que ha dejado a Robert sin poder salir de casa es más que un caso puntual: es un recordatorio incómodo de que aún existen vidas enteras que pueden quedar paralizadas por un simple gesto delictivo. Y es también una llamada a asumir, más allá de las fechas conmemorativas, que la verdadera inclusión empieza por garantizar que nadie quede invisible ante el delito.
Fuente de imagen: Canal Sur Televisión
